miércoles, 7 de septiembre de 2011

FRONTERAS INVERNALES

FRONTERAS INVERNALES
Fue verla y saberlo. Era ella, sin duda alguna. Era la mujer que el destino le había elegido, reservado y ocultado por tantos, tantos años. La mujer que Juan no había sabido ni buscar ni esperar. Ni alta ni baja, pelo castaño recogido con un par de mechones colgando a los lados de la cabeza, lentes, cutis blanco y ojos de un gris claro nunca visto.
Recatadamente vestida, de frente amplia, con un libro en la mano en el que se esforzaba en concentrarse y sentada a las diez de la noche en una de las tres mesas que albergaba una conocida pizzería del barrio, estaba iluminada al unísono por las luces del comercio y de la calle  y se destacaba claramente en el escaparate del minúsculo local gastronómico.
Juan que llegaba del trabajo exhausto a su casa, desprovista ésta de toda connotación hogareña, ya que extrañamente y tan solo por unos días su familia lo había dejado absolutamente solo en Buenos Aires, se detuvo en seco, deslumbrado por la visión que le parecía de otro planeta.
No albergaba la más mínima vacilación: era ella. Estuvo tentado de  aprovechar el impulso de la caminata para entrar al local, sentarse a su mesa y decirle simplemente:
—“Hola, estoy aquí para decirte que eres la mujer de mi vida y que estoy seguro que yo soy el hombre de tu vida. Olvídate de todo lo que has vivido hasta hoy porque el resto de nuestras vidas, que será fabuloso, empieza AHORA”.
¿Qué lo detuvo?
Podría pensarse que lo más probable haya sido el temor a un rechazo, a una negativa, a una respuesta descalificadora e incrédula por parte de ella, quien ciertamente jamás lo había visto.
A Juan esa posibilidad no lo inquietaba en lo más mínimo. Con que tan solo  le diera una oportunidad, el estaba plenamente seguro que ella quedaría tan convencida como él que estaba frente a su alma gemela.
Y entonces. ¿Qué lo detuvo?
Aprovechando la cercanía de una conveniente parada de colectivos, Juan simuló estar esperando uno – en el mismo poste paraban tres- para, mientras la observaba leer y cenar, reflexionar acerca de los verdaderos motivos que le impedían sentarse a su mesa.
Su propia historia le pesaba. Era larga y plagada de relaciones rotas y muy conflictivas. Ellas eran ciertamente las harpías culpables, pero él no hubiera apostado un solo peso a su propia inocencia. Después de miles de tumbos, había logrado por fin, “sentar cabeza” y había tenido hijos pequeños a los que adoraba. Además se había juramentado ante deidad que le pusieran delante que esta vez se iba a “portar bien”, que por lo menos de su parte no iba a existir renuncio alguno que justificase una nueva catastrófica separación.
Casi se congela en la parada y cuando ella pagó y se fue, tampoco atinó a seguirla.
Se encaminó despacio a su solitaria casa, distante tan solo a dos cuadras, llevando en algún oscuro lugar de su corazón, la esperanza de encontrarla otro día, tan solo para contemplarla de lejos. Jamás sucedió.
Abrió la puerta, cruzó el zaguán a oscuras, palpó el frío y la soledad que lo esperaba.
Sin siquiera sacarse el abrigo, se sentó a la mesa de la cocina, tomó su vieja lapicera, abrió un casi olvidado cuaderno y la poesía fluyó.
Terminada y mientras la releía por décima vez, sonó el teléfono. Antes de atender, Juan sabía perfectamente quién llamaba de larga distancia, para preguntar si estaba todo bien.
 Enrique Momigliano
Buenos Aires, 2 de septiembre de 2011

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